La dueña de casa y el minero

Mi padre falleció el día de la segunda vuelta. No fue por ni para el balotage, hace tiempo estaba alejado de devenires políticos y partidarios.   Sus afanes en los últimos tiempos merodeaban más en las esferas espirituales que en las terrenales.

Fue un puñado de años antes cuando emprendimos un viaje por la memoria y el tiempo. De pesquisa de ancestros, de captura del pasado.

Como de seguro ocurre con muchas familias de clase media baja de Chile, no tengo claridad sobre mi ascendencia más allá de los abuelos y, con suerte, sus padres. No guardamos fotografías, cuadros ni textos que nos permitan recordar alguna saga, hito o sitial familiar en los anales de mi pueblo o país.

Mi padre fue nacido y cultivado en la pampa salitrera al interior de Iquique, mi madre en los alrededores de los lupanares de General Mackenna, en Santiago. Donde en aquellos años, la década de los 60, operaba la matriz de la Policía de Investigaciones. Carlos, mi papá, fue detective, rati o funcionario, como se estilaba llamarles en tales tiempos. Patricia, mi mamá, una joven de facciones gráciles arrebatada a un incierto futuro tallado en los duros adoquines que circundaban la Estación Mapocho.

Más por curiosidad que por interés patrimonial o de descubrir una personal ignorada supuesta estirpe, un día tropecé con el acta de defunción de un niño de 6 meses de nombre Juan Bautista Segura Astaburuaga. Fallecido el 13 de diciembre de 1893. En Panulcillo, en las cercanías de Ovalle.

No mucho sé del padre de mi padre. Solo que se llamó Felipe Segura Astaburuaga y que provenía de un lugar conocido como La Higuera o Higuerillas, en las tierras de La Serena. Y que falleció cuando él, su hijo, era todavía un preadolescente.

Hoy la tecnología permite mucho. Cruzar información, ver mapas al detalle, comunicarse a la distancia. Panulcillo, un pueblo hasta ese momento para mí inexistente, se ubica a 60 kilómetros al sur de La Serena, en la provincia de Limarí. A 6 kilómetros al oeste de La Higuerita. Mi padre me confirmó que al nacer él en 1939, el suyo rondaría los 50 años. Debió haber sido inscrito su nacimiento, entonces, en 1889.

Suficientes intersecciones vitales para avanzar un supuesto creíble.

Con tal dato en mente, un día de invierno de 2016 partimos a Panulcillo, junto a Miriam -mi pareja- y mi papá. Preguntar a los vecinos, hurguetear en los registros de nacimientos y muertes de la parroquia local, transitar por el cementerio. Alguna inscripción, el nombre de una calle, letras garabateadas en mármol o un simple madero podrían ser la entrada raíces que simbólicamente te atan a un pasado común.

El desierto en el paralelo 30 se hace sentir. Las pocas casas de madera y adobe en pie, con aún menos moradores, son huellas de un derrotero de mayor abundancia material, anclado a la extracción del mineral cuyos vestigios de negros cristales de escorial esperan en silencio en los alrededores de las edificaciones que se resisten a caer.

Hoy en Panulcillo el tiempo transcurre con lentitud. Sosiego al que recurrimos escrutando tumbas y nichos, y traspasando con la mirada las ventanas de la iglesia clausurada por algún terremoto ausente de la memoria. Recogiendo papeles, conversando con los mayores. Oteando lo ocres cerros adyacentes, testigos omnipresentes de alegrías, tristezas. De experiencias extintas.

Todo un día y no encontramos nada. Ni un solo testimonio de los que vinimos a hallar.

Pero así como aquella insensata frase nos dice que el agua se pierde en el mar, nuestro viaje no fue infructuoso ni estéril por no descubrir piezas del entrevero que es mi historia familiar.   No se desperdició en el océano de jornadas de mi vida. Porque junto con el pasado, la historia se escribe hoy. Y la nuestra también, ese día en que junto a mi padre y mi compañera emergí con la memoria teñida de un recuerdo infinito, de conversaciones y deambuleos en pos de una hebra esquiva que ayudase a ir desenredando la madeja de vivencias extraviadas.

Experiencias que no están en las efemérides, los museos, los periódicos ni en las tradiciones orales. Memorias que nos pertenecen solo a nosotros, regalos exclusivos que no corren el riesgo de adulterarse en el manoseo de lo público. Pero así, también, al no tener quienes recojan el testimonio y lo entreguen al que más adelante lo portará, con la siempre latente amenaza de no perseverar.

Mi padre físicamente ya no está. Sus últimos días pudimos conversar bastante. Allá en el norte y también acá en el sur austral.

Uno de los últimos diálogos versó sobre un hallazgo similar. Esta vez, el hermano de Juan Bautista: Angel Custodio, quien nació el 19 de octubre de 1898 en Higuera Bajo. Y sus padres, con cuyo certificado de alianza asimismo pude tropezar, fueron Andrés el minero y María la dueña de casa.

La suma de historias mínimas también construye identidad. La nuestra y la de los demás.   Cada vida es hermosa, única y digna de ser transmitida. No permitamos que Hollywood y el archivo tradicional nos convenzan de lo contrario, que la existencia es mucho más que una película de acción. Muchas frustraciones nos ahorraríamos quizás.

Un dato: nuestro hijo que ya trepa a los 20 años se llama Andrés. A veces los extremos de la madeja coinciden. Solo hay que mantener los ojos bien abiertos cuando nos enfrentamos a la cotidianeidad.

Acerca de psegura

Periodista de Coyhaique. Involucrado en el desarrollo sustentable de la Región de Aysén, en la Patagonia chilena. psegura@gmail.com (56-99) 9699780 skype: patricio.segura / twitter: patsegura
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